miércoles, 23 de enero de 2008

De la rivalidad y opresión a la igualdad y confianza

De la rivalidad y opresión a la igualdad y confianza
por Catalina F. de Padilla
Es en la Iglesia de Jesucristo que se debe superar los efectos del pecado y vivir la restauración de la relación hombre-mujer según la intención de Dios en la creación: una sola humanidad bajo la soberanía de Dios, dividida en los dos sexos. Una comunidad en la cual personas de los dos sexos se relacionan como hermanos y hermanas, de igual a igual; que se complementan y se sirven mutuamente con el uso de sus dones y capacidades.

Sección: Mujer de Hoy

Primera parte

Nota editorial: La Iglesia de Cristo ha sido llamada para que en ella se superen los efectos del pecado y se pueda vivir la tranformación que solo Cristo puede dar. Una de las áreas en las que se ven esos efectos es en la relación hombre-mujer. Por eso ofrecemos en esta edición de Apuntes Mujer Líder este excelente trabajo, honesto y fiel a las Escrituras, que presenta la perspectiva cristiana sobre esta relación. Hemos dividido el trabajo en dos partes: La primera es el reconocimiento de ciertas verdades sobre el asunto, y la segunda provee una agenda de trabajo para examinar e interpretar el texto bíblico sobre la cuestión de esa relación. La segunda parte la estaremos publicando en el próximo número de esta publicación. No se la pierda.



Hablar de la «perspectiva cristiana» es hablar de cómo los cristianos perciben, aprecian, valoran y viven la relación hombre-mujer. «Perspectiva» indica la manera en que se percibe un objeto desde una posición dada. «Cristiana» define esa posición: el compromiso con Jesucristo como Señor y el deseo de ser fieles a la revelación bíblica.

Al iniciar este artículo, reconozco que sería utópico esperar que todos nos pongamos de acuerdo sobre el tema; reconozco que existe toda una gama de opiniones, y que cada posición afirma representar la «perspectiva cristiana». Si todos somos cristianos, ¿cómo es que hay tanta divergencia de opinión sobre la cuestión de la relación hombre-mujer en el ministerio y el liderazgo de la iglesia o en la distribución de roles y responsabilidades en la familia? Aunque todos somos cristianos, cada uno forma sus opiniones bajo la influencia de muchos factores variables que constituyen el marco dentro del cual interpreta la Escritura: su formación cultural, la enseñanza que ha recibido de su denominación o su iglesia local, su sexo, su experiencia de vida. Y para los que han estudiado el tema, depende de su hermenéutica: con qué criterios lee e interpreta la Biblia y aplica sus enseñanzas a la vida real.

No cuestiono la sinceridad ni el deseo de ser fieles a la revelación bíblica de los que sostienen posiciones diferentes, pero la realidad exige que estudiemos con seriedad la totalidad de la revelación bíblica para formular lo que humildemente llamamos nuestra «perspectiva cristiana» sobre la relación hombre-mujer. No es suficiente basarla en dos o tres pasajes paulinos, ignorando el panorama más amplio de la revelación bíblica. Tampoco es suficiente conformarnos con una exégesis que puede ser correcta pero que no responde a los desafíos actuales.


1.

Hombre-mujer en la Iglesia, la comunidad del Espíritu

La Iglesia se define como la comunidad del Espíritu Santo, como «la nueva humanidad». Es la presencia del Espíritu la que toma un grupo de individuos y forma con ellos una comunidad solidaria que, mediante su estilo de vida y su testimonio hablado, lleva el mensaje del Evangelio a todos los rincones del Imperio Romano. Esta comunidad comienza a tomar forma consolidada el día de Pentecostés como la conjunción de dos realidades: 1) el seguimiento de Jesús como Señor de parte de los que habían compartido con él su vida, muerte, resurrección y ascensión; y 2) la presencia del Espíritu Santo de manera nueva en su vida personal y comunitaria. Cada uno de estos elementos apunta a una nueva relación hombre-mujer en esta nueva comunidad cristiana, característica de la nueva humanidad.

1. El seguimiento de Jesús. De la vivencia con Jesús sus discípulos —hombres y mujeres— habían experimentado y aprendido una nueva relación entre los sexos, distinta de la común en la sociedad judía. Habían visto que Jesús valoraba a las mujeres, usaba su poder para sanarlas, ilustraba sus enseñanzas con ejemplos comunes de su vida diaria, las incluía en su grupo de seguidores, aceptaba su ayuda económica y material (Lc 8.1ss.), les enseñaba verdades espirituales profundas (Jn 4). ¡Hasta enseñó a Marta y María que era más importante escuchar sus palabras que cocinar, y confió a las mujeres la primera noticia de su resurrección! En su trato con las mujeres, Jesús desafió las convenciones de su sociedad hasta el límite, pero sin entrar en conflicto sobre cuestiones que no eran esenciales a su misión. Estos seguidores de Jesús, hombres y mujeres, aprendieron también un nuevo estilo de vida modelado en el significado de la vida y la muerte de su Maestro: «Ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mr 10.45). Así sus seguidores aprendieron el valor de cada ser humano, hombre y mujer por igual, y su lugar en el grupo de los seguidores de Jesús; así estaban preparados para el próximo paso en la formación de la nueva comunidad.

2. El Espíritu Santo. Después de la ascensión de Jesús, la llegada del Espíritu Santo a los miembros del grupo de sus seguidores produjo en ellos un cambio radical y sentó las bases de la vida comunitaria de la iglesia. Con las palabras del profeta Joel, Pedro explicó el evento: El Espíritu llega con poder y, entre otras señales, «profetizan» hombres y mujeres («los hijos y las hijas», «mis siervos y mi siervas», Hch 2.17 y 18 citando Joel 2.28–32). Es significativo que aún en tiempos de Joel se preveía que en la «nueva humanidad» del Espíritu hombres y mujeres por igual comunicarían los mensajes de Dios al pueblo.

Es significativo, también, que los escritores de las epístolas apostólicas del Nuevo Testamento nunca discriminan entre dones espirituales reservados para los hombres a diferencia de los dados a las mujeres (cf. Ro 12, 1Co 12, Ef 4, 1Pe 4). Los dones del Espíritu no tienen sexo ni género. Como la gracia de Dios provee un solo camino de salvación para hombres y mujeres, tanto como para judíos y gentiles, amos y esclavos (Ga 3.26–4.7), por gracia el Espíritu da sus «dones de gracia» (carismata) a todas las personas que entran por ese camino (1 Co 12.7; 1 Pe 4.10). Y su relación con Jesucristo como Señor demanda que toda persona cristiana sea buena administradora de la gracia que ha recibido, utilizando su don de gracia en el servicio de los demás. Hay una variedad de dones, los cuales Pedro resume en dos categorías: hablar y servir; pero no reserva el primero (hablar) para los hombres y el segundo (servir) para las mujeres. En Hechos y en las epístolas se encuentra una comunidad de creyentes en la cual hombres y mujeres experimentan la misma reconciliación con Dios, ejercen los mismos dones en su servicio, con gozo dan testimonio de su fe y a veces pagan con su vida (Hch 1.14, 8.3, 9.2; Ro 16; Fil 4.2s., etc.).

2. Hombre-mujer en el plan de Dios

La nueva humanidad es una nueva realidad, una nueva relación entre hombres y mujeres, creadas por Jesucristo en su vida, muerte y resurrección, y por la acción del Espíritu Santo en la vida de sus seguidores. Surge ahora una pregunta: ¿Por qué era necesario algo nuevo? ¿No hay un «orden de creación» vigente?

Mi tesis es que esta nueva relación hombre-mujer no es tan nueva: en Jesucristo y en su Iglesia, como señal del Reino de Dios, se restaura la relación establecida por Dios en la Creación, una relación de igualdad, complementariedad y mutualidad, pero una relación quebrantada por el pecado y necesitada de restauración.

1. Génesis 1. Los fundamentos de esta relación se describen en el libro de Génesis. Del primer capítulo (1.26–30; cf. 5.1 y 2) surgen varios principios: 1) la humanidad («hombre» en sentido genérico, o «criatura de la tierra») es una creación directa de Dios, creada a su «imagen y semejanza»; 2) esta humanidad fue creada en dos sexos distintos: hombre y mujer, iguales pero no idénticos, los dos son portadores de la imagen y semejanza de Dios; 3) los dos recibieron la bendición de Dios, quien les habló directamente; 4) los dos también recibieron el doble mandato de parte de Dios: la procreación de la humanidad («Sean fructíferos y multiplíquense») y la representación de Dios mismo en el ejercicio de la mayordomía y autoridad sobre la naturaleza («dominen» o «ejerced potestad»).

No hay ninguna indicación de que la mujer tiene mayor responsabilidad en la esfera de la reproducción, o que el hombre es el único responsable para cumplir con lo que se ha llamado «el mandato cultural», el desarrollo de los recursos naturales y culturales. Los dos comparten la misma naturaleza espiritual y la misma relación con Dios; son igualmente responsables ante Dios. Su existencia como ser humano creado a la imagen de Dios trasciende la especificidad de su sexo; su realización como ser humano depende del cumplimiento de su vocación como persona en obediencia a Dios.

Convendría aquí hacer dos aclaraciones. 1) Dios, el creador del sexo, trasciende toda polaridad sexual. Aunque se han usado formas gramaticales masculinas para referirse a Dios, no se puede afirmar que Dios es masculino. Dios es Creador, no procreador, de la raza humana. En su persona se combinan características que hoy día denominamos o masculinas o femeninas, pero esto simplemente refleja conceptos de nuestra cultura. 2) Génesis 1 no deja lugar a dudas acerca de la diferenciación sexual de la humanidad: igualdad no implica identidad. Aunque por encima de su sexualidad está su humanidad, esta humanidad está compuesta de dos personas distintas, complementarias, necesarias la una para la otra, pero iguales en esencia y responsabilidad ante Dios.

2. Génesis 2. Si el segundo capítulo de Génesis pinta otro cuadro de la relación hombre-mujer en la creación, no puede contradecir las verdades reveladas en el primer capítulo. Los énfasis del capítulo 2 tocan la relación hombre-mujer, proveyendo una base para el matrimonio. Este cuadro destaca varios elementos: 1) la importancia del compañerismo (la mujer es la respuesta a la soledad del hombre); 2) la identidad de sustancia física («Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne...»); 3) las dos personas como dos versiones de la misma humanidad, la femenina y la masculina («Se llamará ‘mujer’ [ishshah] porque del hombre [ish] fue sacada»); 4) el fundamento y descripción del matrimonio como unión y comunión en que los dos «se funden en un solo ser» (2.24 NVI).

Dos observaciones sobre este relato merecen comentario: 1) El hecho de la formación del cuerpo del varón primero no da pie a la teoría de la superioridad masculina; nadie afirmaría que los animales son superiores al hombre por haber sido formados primero. 2) Tampoco se puede considerar a la mujer como subordinada al hombre por la manera en que se le llama «ayuda idónea». El término traducido «ayuda» (ezer, «socorro») se refiere en la mayoría de los casos a Dios, quien acude en socorro de su pueblo. Pero en este caso la ayuda no vendría de arriba, sino de una persona igual a él (kenegdo, apropiado, correspondiente a él), una que estaría a su lado como su complemento.

De Génesis 1 y 2 surge el cuadro de la creación de la humanidad (el Hombre) en dos sexos distintos, complementarios, iguales ante Dios y entre sí, ambos bajo la responsabilidad de obedecer a Dios. Es este cuadro que debe ser restaurado en la vida y en la vivencia de la Iglesia y la familia cristianas.

3. Hombre-mujer bajo el régimen del pecado

Ahora surge la pregunta: ¿Por qué no se ha vivido esta igualdad en las relaciones hombre-mujer? ¿Por qué hablar de «restauración»? Cuando los seres humanos cuestionaron la autoridad de Dios y desobedecieron su mandato (Gn 3), se quebró la relación íntima entre el Creador y sus criaturas, y a la vez se rompió la relación de mutualidad y confianza entre el hombre y la mujer, causando rivalidad y opresión. La fractura de la relación produce varios resultados: 1) el sentido de vergüenza y vulnerabilidad (3.7); 2) la tendencia a no asumir la propia responsabilidad, sino esconderse y después echar la culpa al otro (3.8, 12–13); 3) el doble sufrimiento a que la mujer se ve sujeta: el dolor en el parto y la dominación de parte del hombre (3.16); 4) la maldición de la tierra (3.17–19). La palabra de Dios a la mujer es simplemente una descripción de lo que le aguarda en el futuro; no es una maldición dirigida a la mujer. Dios sabía cuáles serían las consecuencias de la desobediencia.

La historia humana y todas las culturas muestran los resultados del rechazo de la autoridad de Dios sobre la pareja humana y la ruptura de la relación de igualdad, mutualidad y complementariedad entre el hombre y la mujer. Aun la «cultura bíblica» está marcada por el pecado: la prostitución, la poligamia, el harén del jeque oriental, el patriarcado, el machismo basado en la teoría de la superioridad masculina y la subordinación de la mujer. Las leyes del Antiguo Testamento, dadas para fijar límites al pecado, y aun la religión judía, con la práctica del sacerdocio exclusivamente masculino, responden a las condiciones de vida bajo el pecado. Vivimos bajo Génesis 3, no Génesis 1.

Muchos hombres han aceptado una interpretación de la Biblia que los lleva a ejercer un autoritarismo que no es bíblico, imponerse como «jefe del hogar», considerarse «sacerdote» de la familia, imponer una falsa autoridad sobre su esposa e hijos, y hasta caer en la violencia doméstica. En otra esfera, el hombre ha negado a las mujeres la oportunidad de ejercer sus dones en muchas áreas de servicio en la iglesia. ¡Hasta en la traducción de la Biblia se puede detectar el prejuicio masculino!

Sin embargo, no podemos dar la impresión de que la mujer ha sido una víctima inocente. Al rechazar la autoridad de Dios, ella ha entregado al hombre (o a su marido) lo que debía entregar solo a Dios: su deseo, su voluntad, la orientación y control de su vida; ha colocado al hombre en el lugar de Dios. En el ámbito cristiano, la mujer ha encontrado una posición muy cómoda en la enseñanza de que su marido es sacerdote del hogar y, en última instancia, el único responsable ante Dios. Además, aun el feminismo es consecuencia del pecado si fomenta el espíritu de división, rivalidad y competencia con los hombres, o si intenta borrar toda diferencia entre los sexos, negando su complementariedad. Esta breve reseña de las condiciones de la relación hombre-mujer bajo el poder del pecado hace clara la necesidad de la restauración de la igualdad y la mutualidad de la relación según el plan de Dios.


4. Conclusiones

Nuestra conclusión es que en la Iglesia de Cristo —el Cristo que vino al mundo «para quitar nuestros pecados» y «para destruir las obras del diablo» (1Jn 3.5 y 7)— se puede y se debe superar los efectos del pecado y vivir la restauración de la relación hombre-mujer según la intención de Dios en la Creación: una sola humanidad bajo la soberanía de Dios, dividida en los dos sexos. Una comunidad en la cual personas de los dos sexos se relacionan como hermanos y hermanas, de igual a igual; que se complementan mutuamente, que se sirven mutuamente con el uso de sus dones y capacidades. Una comunidad en que se practica el sacerdocio de todos los creyentes: hombres y mujeres, «clérigos» y «laicos». Una comunidad unida que vive y testifica en el poder del Espíritu Santo.

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