miércoles, 23 de enero de 2008

¿Cuál es el papel de la mujer en la iglesia?

¿Cuál es el papel de la mujer en la iglesia?
por Pastor Alberto Barrientos Paninski
Un veterano del ministerio pastoral comparte su perspectiva acerca de este tema

Hace cuarenta y nueve años inicié una pequeña congregación integrada por un puñado de niños y unas pocas mujeres. Tiempo después, en zonas muy rurales, las congregaciones a mi cargo siempre tenían un porcentaje aproximado de seis o siete mujeres por cada hombre; el resto eran niños. Por lo general los pocos hombres, salvo algunas excepciones, no eran muy comprometidos en las cosas del reino de Dios. De esta manera, en la tarea evangelizadora eran las mujeres quienes daban el aporte principal, así como en la enseñanza y la administración básica de las iglesias. Aunque fueron pasando los años, no puedo olvidar que en movimientos nacionales de evangelización en diferentes países lo que siempre observé fue que las damas, así como los jóvenes, eran los más prestos para entrar en acción.

Desde luego que mi lector ya puede adivinar mi respuesta a la pregunta que encabeza este artículo. El estado de las congregaciones cristianas evangélicas ha cambiado mucho en los últimos veinticinco años. Hoy, sus poblaciones muestran más igualdad numérica entre hombres y mujeres, así como también en el grado de compromiso en la obra. Con todo, sin emabrgo, sigue siendo un tema teológico controvertido. De mi parte, creo que un acercamiento pastoral es más adecuado.

En primer lugar, en la obra de Dios hay muchos elementos que se aprenden en la práctica misma. Considero que muchos pastores, especialmente aquellos con bastantes años de servicio —a pesar del machismo que a algunos caracteriza— tenemos que reconocer con honestidad que en la viña del Señor, en cualquier parte del mundo, las mujeres han sido y siguen siendo importantes labradoras. Hay ejemplos que valen la pena considerar, como el de la Iglesia del Evangelio Cuadrangular en Panamá, la cual tiene cerca de una tercera parte de su cuerpo pastoral constituido por reconocidas, calificadas y consagradas siervas de Dios. Años atrás, vi que una de ellas supervisaba más de ochenta iglesias. A Costa Rica llegó una mujer neozelandesa que evangelizó y estableció iglesias en una extensa, dura y difícil zona, al punto que la misma gente la llegó a llamar «la apóstol del Guanacaste». Como estos, se podrían mencionar muchos casos de otros organismos eclesiásticos en los cuales las mujeres han tenido un papel muy destacado.

Hoy día, en las iglesias de América Latina, las mujeres están en todo; esto no solo por la buena voluntad que por lo general ellas poseen, sino porque Dios les ha dado capacidades naturales. También a ellas el Espíritu las ha dotado con sus dones sobrenaturales, al igual que lo hace con los varones. Esta capacitación es parte de la razón por la cual la obra avanza con fuerza y poder. El pastor que menosprecia o relega a un segundo lugar la participación femenina por lo general tiene una iglesia con muchas limitaciones, mas el que sabe canalizarla sabiamente, cuenta con grandes recursos y posibilidades.

En segundo lugar, hay algo que no podemos quitar ni impedir, y es que el Espíritu Santo es dado por igual a los varones como a las mujeres que conocen a Jesucristo como Salvador y Señor, y que en su voluntad derrama sus dones a unos y a otras, pues así dice la Palabra: «Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán.... de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas, en aquellos días derramaré de mi Espíritu.» (Hch 2.17–18) El Espíritu es Señor en la Iglesia ( 2 Co 3.17) y la función de un pastor o líder no es impedir la gracia del Espíritu, sino dejarla que fluya y emplearla bien. Así, entonces, la realidad de la iglesia es que tanto los varones como las mujeres somos vasos para ser empleados por el Señor, y si cada uno «se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor y dispuesto para toda buena obra» (2 Ti 2.21). De manera que debemos dar gloria al Señor, porque Él santifica y capacita a sus hijas para que le sirvan en todas las dimensiones, operaciones y tareas requeridas por su obra.

Hemos visto además muchos casos en los cuales las esposas de algunos pastores predican, enseñan, presiden y desarrollan un tipo de liderazgo aun mejor que el de sus maridos. A la vez, cultivan una vida espiritual mucho más profunda que la de ellos mismos. Una parte de la realidad también es que la gran mayoría de las congregaciones son sostenidas en privado por las oraciones, súplicas y ayunos de mujeres que buscan estar en el «secreto de Jehová». Todo esto se da, no por ser mujeres simplemente, sino porque el Espíritu Santo las unge y necesita para el bien de la Iglesia. Por tanto, conviene reflexionar a la luz de estas realidades, no tanto en si pueden o no las mujeres tomar parte en la obra, sino cómo desarrollar mejor su vida en el Señor y cómo desplegar su potencial.

En tercer lugar, al lado de lo dicho, es necesario ver otra cara del asunto. Todos hemos visto mujeres muy conflictivas en algunas congregaciones. Pablo supo de esto con dos insignes ayudantes. (Fil 4.2–3) También vemos profetisas falsas, quienes en realidad son como adivinas y se meten en la vida ajena usando ciertas «profecías» como pretexto. Algunas, como Jezabel, han dañado y destruido vidas y congregaciones. (Ap. 2.20). Otras profetisas se dedican a tener poder y mando sobre personas e iglesias. Escuché el caso en la que una de ellas puso al pastor de «cuatro patas» y anduvo encaramada sobre él «profetizando» mientras los hermanos miraban impasibles. He visto también varios casos de hombres y mujeres que a cada rato hablan de sus visiones y han resultado con anormalidades psicológicas.

¿Qué decir de todo ello? Por un lado, que es fundamental reconocer que nada es exclusivo de las mujeres, sino que hay muchos hombres que también hacen y dicen cosas semejantes; por ende, no se les puede acusar solo a ellas. Por otro lado, es necesario seguir las recomendaciones apostólicas para quienes ejercen dones y funciones en la iglesia, porque así como fluye la gracia del Espíritu, también obra la carne, la mente mundana y el mismo Satanás. Pablo lo resume así: «Seguid el amor... y procurad los dones espirituales ... hágase todo para edificación.... los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen ... los espíritus de los profetas estén sujetos a los profetas ... procurad profetizar y no impidáis el hablar en lenguas; pero hágase todo decentemente y con orden.» (1 Co 14.1, 26, 29, 32, 39–40) Y que cada cual se dedique a hacer lo que le es dado: «el de servicio, en servir; el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con generosidad; el que preside con solicitud; el que hace misericordia, con alegría.» (Ro 12.7–8) Estas reglas son iguales para mujeres y para hombres.

Así que, a toda mujer que profetice, predique, cuente una revelación, enseñe, administre bienes o ministre necesidades espirituales, físicas o emocionales, al igual que con los hombres, requiere capacitación, supervisión, discernimiento de su actitud, llamarla a cuentas y señalarle lo que procede o no del Señor, a fin de no pasar las fronteras entre la fe y la superstición, entre la doctrina sana y el engaño, entre lo ético y lo inaceptable. Puesto en lenguaje popular, la «salsa que es buena para el ganso es buena para la gansa». De manera que en la Iglesia se debe dar libertad y oportunidad a la mujer como igual en Cristo con el varón, pero a la vez deben existir las mismas reglas y fronteras para ellas y para ellos (Gá 3.28).

Cada vez que leo el capítulo 16 de Romanos y me encuentro con los nombres de mujeres a quienes Pablo honró, dejándolas presentes para la memoria histórica de la Iglesia, como Febe, Priscila, María, Trifena, Trifosa, Pérsida, la madre de Rufo, Julia, la hermana de Nereo, y otras también mencionadas en el Nuevo Testamento, mi teología sistemática y mi teología pastoral son impactadas frontalmente. Si en aquel primer soplo glorioso del Espíritu Santo en el primer siglo d.C. la gracia divina cayó por igual sobre hombres y mujeres, a pesar de las culturas dominantes, y ellas fueron también instrumentos valiosos para el avance del reino de Dios, considero que Dios, siendo hoy el mismo de ayer, tiene lugar en su obra para que lo ocupen por igual, sus siervos y sus siervas.

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