miércoles, 30 de abril de 2008

¿Obstaculizadora o facilitadora?


Una pregunta que ayuda a definir el rol de la mujer en el contexto familiar.

¿Obstaculizadora o facilitadora?

Miriam Ferrando


Es común en las grandes ciudades, mientras uno se dirige al trabajo o regresa de éste, encontrarse con atochamientos en las carreteras y avenidas. En estas situaciones no se puede retroceder, porque hay vehículos detrás. Simplemente hay que esperar, aunque uno quisiera que el auto tuviera alas para superar el obstáculo y poder seguir el camino. Si no se puede tomar otra dirección, lo único que nos queda es esperar.

Estas situaciones, vividas a diario, me hacían pensar en qué sucede cuando nosotras somos un obstáculo para el accionar del Señor ¿Qué hace el Señor cuando somos un obstáculo en su camino, en el cumplimiento del propósito de Dios.

Ezequiel capítulo 1, versículos 9,12,17 y 20 nos indica que tanto los querubines como «las ruedas» andaban hacia delante, no se volvían. El principio que podemos extraer de esta lectura es que el Señor va siempre hacia delante; no puede esperar, ni tampoco desiste ¿Qué pasa cuando Dios no encuentra el vaso adecuado? Viene el juicio de Dios, lo que significa que él busca otro vaso.

Hermanas, el Señor nunca se desvía. Tal vez toma una nueva dirección, pero continúa siempre hacia adelante. Si somos estorbo, Dios sigue en una nueva dirección, pero avanza siempre. Somos un obstáculo (Fil. 2:21) cuando buscamos lo «nuestro». Somos facilitadoras cuando nos acomodamos al pensamiento de Dios.

Como mujeres, muchas veces creemos que nuestras decisiones y acciones no traspasan los límites de nuestra casa; que sólo quedan en el terreno de lo doméstico y que no van a afectar a nadie más que a nosotras. Pero lo que hacemos o no hacemos puede ser un obstáculo o un medio para que la gloria de Dios se manifieste. Las consecuencias de una u otra decisión pueden afectar no sólo a nuestra familia, sino también a la iglesia.

Veamos en las Escrituras cómo algunas mujeres fueron «obstaculizadoras», o bien, facilitadoras», con respecto a:

1. EL ESPOSO
Jezabel
(1 Reyes 21, Apocalipsis 2:18).
Aquí vemos un claro ejemplo de una mujer que llevó el gobierno espiritual, «incitó» a su esposo a hacer el mal (v. 25). Fue un obstáculo, y su acción tuvo una grave consecuencia: no tuvo descendencia. No se volvió a saber más ni de Acab ni de su esposa.

Como esposas podemos interferir en el servicio al Señor de nuestro esposo, en las decisiones que hay que tomar respecto al servicio, en las apreciaciones respecto de una situación. Nuestros comentarios no quedan en nuestras cuatro paredes, tienen una consecuencia eterna.

Abigail (1 Samuel 25)
Ella fue una facilitadora del propósito de Dios. Le salva la vida a su marido y no lo desautoriza, a pesar de que es un insensato. Y detiene a su futuro esposo de derramar sangre. David la bendice, bendice su inteligencia y su actuar (v. 32). Su decisión tuvo una consecuencia: fue reina.

2. LOS HIJOS
La madre de Juan y Santiago (Mateo 20:20).
El amor maternal puede estorbar lo que el Señor quiere hacer. Parece insensato decir que el amor de una madre por sus hijos pueda ser malo, pero así es cuando se introduce un elemento natural en el propósito de Dios. Esto trajo consecuencias: los discípulos se enojaron (v. 24). Esta intervención dañó la relación entre ellos: «la iglesia fue dañada». ¡Cuántas veces hemos visto en la iglesia madres que pelean y luchan, evidentemente o en forma camuflada, para darle un lugar de privilegio a sus hijos, o para defenderlos de una disciplina!

La madre de Moisés (Éxodo 2, Hebreos 11:23).
Esta madre en cambio, facilita el objetivo que tenía Dios, en su vida y su obra. No dejó que mataran a su hijo y lo entregó, por fe, al Señor (¿Quién le aseguraba que se iba a salvar?). Perdió a su hijo, pues tal vez Moisés nunca la reconoció como mamá, hasta que fue grande. En verdad, no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que por un acto de fe de una madre, Moisés fue el libertador del pueblo hebreo, y el plan de Dios siguió su curso.

3. TRADICIÓN
Mical
(2 Samuel 6:17).
Ella era hija del rey Saúl. Era hija de rey y esposa de rey. Mical sabía cómo debía comportarse un rey, lo que debía hacer y no hacer. Cuando ella vio a David danzar de esa manera, pensó que esa no era la conducta apropiada para un rey. Nunca había visto algo así de parte de un rey. Mical reaccionó irónicamente, aferrándose a su dignidad, a lo que tenía como su tabla de salvación. Como consecuencia de este acto, nunca tuvo hijos. No tuvo frutos. ¿Estamos nosotras abiertas al mover y a la dirección de Dios en su iglesia o estamos aferradas a la tradición, a lo que hicimos o vimos en el pasado?

María (Mateo 12:47).
En este episodio su hijo casi la desconoce, la pone a la altura de todos sus hermanos, y no le da ningún privilegio por ser su madre. María no se casó como todas las mujeres de su época, y afrontó una situación social muy difícil. Su hijo no fue como todos; no vivió como todos y no murió como todos. María abandona la normalidad de la vida para que el plan de Dios se cumpla. De más está explicar las consecuencias que tuvo para la humanidad el que haya habido una mujer facilitadora del camino del Señor.

Hermanas, las invito a leer varias veces Romanos 14. Allí se nos presenta otro gran obstáculo (v. 13) que consiste en «juzgarnos entre nosotras». Se nos insta a no destruir la obra de Dios (v. 20) y a facilitar la edificación de Su cuerpo. De nada nos serviría por ejemplo, ser facilitadoras en el propósito de Dios si usamos eso como medida para las demás hermanas y las juzgamos por no imitar nuestras acciones.
Luego, debemos preguntarnos sobre nuestra posición ante el Señor: ¿Somos facilitadoras u obstaculizadoras?

Acuérdate de Jesucristo

Un llamado a las hijas de Dios, para ser mujeres conforme a Su corazón.

«Acuérdate de Jesucristo»

Marcela Azzolini

«Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos conforme a mi evangelio» (2 Timoteo 2:8).

Querida hermana: te invito a que leas con atención las dos cartas de Pablo a Timoteo. Te podrás dar cuenta de que no fueron escritas o dirigidas a la iglesia, sino que más bien son de carácter personal, como cuando un padre preocupado le escribe a su hijo –en este caso a Timoteo–, a quien aconseja cómo debe mantener la fe por medio de las buenas obras y conducta recta en la casa de Dios, y también cómo resistir lo falso.

Al leer las cartas, nos podemos dar cuenta del gran afecto que siente Pablo por este joven, que tendría alrededor de 20 años. Eso lo vemos en el inicio de las dos cartas: «…a Timoteo, verdadero hijo en la fe…», «a Timoteo, amado hijo».

Acuérdate de Jesucristo

Cuando Pablo le dice: «Acuérdate de Jesucristo», no creo que fuera porque Timoteo se haya estado desviando de la senda o porque tuviera una conducta no adecuada. Más bien, es la secuencia de consejos que el apóstol le menciona y le recuerda, por ejemplo en la 1ª carta, capítulo uno: «Guarda la sana doctrina», tener «una fe no fingida», pureza, una conciencia sana; la ignorancia de la palabra que tienen algunos, «el propósito de la ley (para quién fue dada); habla de su testimonio personal, le recomienda que trabaje en el Señor manteniendo la fe. En el capítulo dos, le instruye sobre la oración (por quiénes se debe orar), le habla del plan salvador de Cristo (para qué vino). ¿Por qué le habla de algo tan básico para un joven evangelista como Timoteo? Luego, cómo deben conducirse las mujeres cristianas. En el capítulo tres, habla de los requisitos de los obispos y diáconos. En el capítulo cuatro, de la apostasía, que la Palabra es la que nos purifica, nos limpia y santifica; los deberes de un buen ministro, del pelear la buena batalla. En conclusión, en la primera carta Pablo revela una seria preocupación por dotar a la iglesia de normas de vida y conducta.

En la 2ª carta, Pablo estaba en su segundo encarcelamiento, en Roma (encadenado – así lo hacían con los malhechores). Él preveía una cercana ejecución, pero a pesar de su difícil situación personal, su principal preocupación era la iglesia y algunos malos comportamientos de creyentes. Hay una exhortación constante a su «amado hijo Timoteo» a mantenerse fiel y a no avergonzarse de ser testigo de él.

En esta carta le recomienda que anuncie con diligencia el evangelio, que amoneste con prudencia a los creyentes, que corrija con humildad, que esté dispuesto a sufrir. Le previene contra conductas desviadas que algún día podrían llegar a introducirse en la iglesia (3:15). Creo que ya estamos en esos tiempos peligrosos de que habla aquí: apariencia de piedad, hombres corruptos de entendimiento que apartarán a los incautos de la verdad.

En conclusión, esas son las cosas en que debía acordarse de Jesucristo: sus enseñanzas, su vida, su negación, sus padecimientos, su propósito salvador, el mandato de predicar de él, el no tener miedo a sufrir a causa de servirlo, y cómo debe ser todo lo que se hace en la casa de Dios. Eso era lo que constantemente Timoteo debía recordar, traer a la memoria.

La carga de un padre por su hijo

Se dice que Pablo y Timoteo se conocían desde hacía más de quince años. En las dos cartas mezcla cosas básicas tales como recordarle cómo se convirtió, la fe de su abuela y madre, y también cosas muy serias como advertirle acerca de los que engañan a algunos hermanos con falsas creencias.

Me da la sensación que a Pablo, al verse cerca de morir, le da mucha ansiedad por traspasar y recalcar lo que él mismo le había hablado tantas veces. Vuelvo al mismo ejemplo: un padre que se encuentra muy enfermo y sabe que va a morir y le aconseja desesperadamente a su hijo: «Hijo, no te olvides de lo que te enseñé … recuerda lo que hablamos … cuidado con esto ... acuérdate de aquello…»

Calvino dijo, refiriéndose a estas dos cartas: «Fueron escritas, no con tinta, sino con la misma sangre de Pablo». Había una misión que debía ser traspasada. Moisés se la traspasó a Josué, Cristo a los apóstoles, Pablo a Timoteo. Este último mandato fue dado hace más de 1900 años, pero hasta hoy se predica, se recuerda. Ya no es Pablo a Timoteo, es el mismo Señor Jesucristo que nos lo está diciendo: «Acuérdate de mí ... acuérdate para qué te llamé ... acuérdate para qué te salvé ... acuérdate para qué di mi vida por ti ... acuérdate que te puse nombre; mía eres tú».

Todas las hijas de Dios, grandes y pequeñas, estamos llamadas a servir en su casa como este joven Timoteo. No es sólo para algunas. Si has creído en el Señor debes responder a este llamado. «Pero, ¿en qué serviré?», puede ser tu pregunta. Dios es el que abre las puertas. Sólo tienes que disponerte a hacer lo que él quiere que hagas. Por ejemplo, orar es un mandato, predicar, amar y sujetarnos a nuestros esposos; amar a nuestros hijos, visitar a los enfermos y a los que están privados de su libertad.

Pero todo servicio, por grande o pequeño que parezca a tus ojos, debe ser realizado como aconseja Pablo a Timoteo: con una conciencia limpia, sana, pura (eso lo hace la Palabra), con una fe no fingida, un corazón limpio (eso lo hace el Espíritu Santo de Dios que vino a morar en nosotras), con piedad y santidad. Nuestro anhelo y oración debe ser no sólo ser usadas por él, sino ser aprobadas en él. El Señor quiere toda nuestra vida para él; no sólo una parte. Él no pide mucho ... él lo pide todo.

Mujeres conforme al corazón de Dios

La santidad en estos tiempos es muy dificil, porque todo este mundo y su sistema nos bombardea por todos lados, y llama a lo bueno malo y a lo malo bueno. Hemos sido llamadas a ser santas porque él es santo, y sin santidad nadie verá al Señor.

Como madres tenemos la obligación de formar, no de «deformar» a nuestros hijos. Porque lo que tú no le enseñes como madre, Dios, que es su Padre, se lo va a enseñar, y seguramente lo va a aprender, pero con lágrimas. Porque cuando uno llega a Dios, a veces, llega muy mal formado, entonces él empieza a tratar directamente con uno, y el quebrantamiento duele, ¡y cuánto cuesta cambiar hábitos, formas de pensar y de actuar!

En la Biblia hay muchos ejemplos de madres que cumplieron con ese llamado, y sus hijos mostraron los frutos. Timoteo, Samuel, David, Moisés, Juan el Bautista. En la Biblia hay muchos que comenzaron desde pequeños a entender la perfecta voluntad de Dios. Ellos no tenían nada de especial o sobrenatural que los diferencie de nuestros hijos. La diferencia, creo yo, la marcaron sus madres.

Para ellos no fue fácil mantenerse santos, porque siempre abundó el pecado, y el diablo siempre ha tenido la misma misión: robar, matar y destruir; pero su mente y corazón estaban guardados para Dios.

Ellos tuvieron una decisión. Y ese mismo compromiso es el que nosotras debemos tomar cada día: el de vivir como cristianas santas, hoy. Ser mujeres conforme al corazón de Dios, que no se conforman con este mundo y su sistema. Mujeres valientes, que llaman pecado a lo que es pecado.

Estamos llamadas a esperar su venida en santidad, como la novia que anhela la llegada de su Amado. Él nos sigue llamando con amor, su Santo Espíritu nos anhela celosamente para él y nos hace acordarnos de Jesucristo.

Crió hijos para Dios

Semblanza de Susana Wesley, la madre de John y Charles Wesley, una madre que combinó maravillosamente la disciplina y la piedad.

Crió hijos para Dios

Susana Wesley fue la mayor de 25 hermanos y la madre de diecinueve hijos. John, su décimoquinto hijo, fundador del Metodismo, nació en Epworth, Inglaterra, en la misma ciudad donde también nació Charles, su hijo decimoctavo, compositor de himnos. Ella soportó privaciones, pero nunca se desvió de la fe y de la misma manera enseñó a sus hijos.

Una ‘iglesia doméstica’

El hogar de Susana Wesley en Epworth era un hogar cristiano casi perfecto, y allá, en su ‘iglesia doméstica’, ella plantó la primera semilla del metodismo y la mantuvo viva a través de sus atentos cuidados. Su hijo John nunca se olvidó de los cultos que su madre conducía en su casa los domingos en la noche. En un comienzo ella los dirigía en su amplia cocina, pero después, por el aumento del número de participantes, la pequeña reunión se extendió por toda la casa y el granero.

John Wesley sentía que, si su madre podía ganar almas, otras mujeres también podrían involucrarse en este servicio de amor. Muchas mujeres se hicieron cooperadoras valiosas en el movimiento metodista debido al estímulo recibido de John Wesley. El autor Isaac Taylor dice: “Susana Wesley fue la madre del metodismo en el sentido moral y religioso. Su valor, su sumisión y autoridad, la firmeza, la independencia y el control de su mente; el fervor de sus sentimientos devocionales y la dirección práctica dada a sus hijos brotaron y se repetirían muy notoriamente en el carácter y conducta de su hijo John”.

Pocas mujeres en la historia poseerían la sensibilidad espiritual, el vigor y la sabiduría de Susana Wesley.

En Oxford, Charles era un miembro del llamado “Club Santo”, que se reunía a leer el Nuevo Testamento en griego. John se juntó a un pequeño grupo y luego llegó a ser su líder. Eran jóvenes piadosos que visitaban a los pobres y enfermos, prisioneros y endeudados, vivían sin lujo, pasando por muchas necesidades a fin de poder ayudar a otros. Viviendo de acuerdo con el método enseñado por su piadosa madre, aquellos jóvenes fueron apellidados “metodistas”.

El entrenamiento que Susana Wesley dio a sus hijos fue mencionado en una carta que ella escribió a su hijo mayor, Samuel, el cual también llegó a ser un predicador: “Considere bien que la separación del mundo, pureza, devoción y virtud ejemplar son requeridas en aquellos que deben guiar a otros a la gloria. Yo le aconsejaría organizar sus quehaceres siguiendo un método establecido, por medio del cual usted aprenderá a optimizar cada momento precioso. Comience y termine el día con el que es el Alfa y la Omega, y si usted realmente experimenta lo que es amar a Dios, usted redimirá todo el tiempo que pudiere para Su servicio más inmediato. Empiece a actuar sobre este principio y no viva como el resto de los hombres, que pasan por el mundo como pajas sobre un río, que son llevados por la corriente o dirigidas por el viento. Reciba una impresión en su mente tan profunda como sea posible de la constante presencia del Dios grande y santo. Él está alrededor de nuestros lechos y de nuestras trayectorias y observa todos nuestros caminos. Siempre que usted fuere tentado a cometer algún pecado, o a omitir algún deber, pare y dígase a sí mismo: “¿Qué estoy por hacer? ¡Dios me ve!”

Sobreponiéndose a las pruebas

Ella practicaba lo que predicaba a sus hijos. Aunque dio a luz diecinueve hijos entre 1690 y 1709, y era una mujer por naturaleza frágil y ocupada con los muchos cuidados de su familia, ella apartaba dos horas cada día para la devoción a solas con Dios. Susana tomó esta decisión cuando ya tenía nueve hijos. No importaba lo que ocurriese, al sonar el reloj ella se apartaba para su comunión espiritual. En su biografía Susana Wesley, la madre del metodismo, Mabel Brailsford comenta: “Cuando nos preguntamos cómo veinticuatro horas podían contener todas las actividades normales que ella, una frágil mujer de treinta años, era capaz de realizar, la respuesta puede ser hallada en esas dos horas de retiro diario, cuando ella obtenía de Dios, en la quietud de su cuarto, paz, paciencia y un valor incansable”.

Las pruebas que Susana soportó podrían haberla aplastado. Solamente nueve de sus diecinueve hijos sobrevivieron hasta la vida adulta. Samuel, su primogénito, no habló hasta los cinco años. Durante aquellos años ella lo llamaba “hijo de mis pruebas”, y oraba por él noche y día. Otro hijo se asfixió mientras dormía. Aquel pequeño cuerpo fue traído a ella sin ninguna palabra que la preparase para enfrentar lo que había sucedido. Sus gemelos murieron, al igual que su primera hija, Susana. Entre 1697 y 1701 cinco de sus bebés murieron. Una hija quedó deformada para siempre, debido al descuido de una empleada. Alguno de sus hijos tuvieron viruela.

Otras dificultades la persiguieron. Las deudas crecían y el crédito de la familia se agotaba. Su esposo, que nunca fue un hombre práctico, no conseguía vivir dentro del presupuesto de su familia, y si no hubiese sido por la diligencia de su mujer, con frecuencia no habrían tenido alimento.

Desde el punto de vista puramente material, la historia de Susana fue de una miseria poco común, privaciones y fracaso. Espiritualmente, en cambio, fue una vida de riquezas verdaderas, gloria y victoria, pues ella nunca perdió sus altos ideales ni su fe sublime. Durante una dura prueba, ella fue a su cuarto y escribió: “Aunque el hombre nazca para el infortunio, yo todavía creo que han de ser raros los hombres sobre la tierra, considerando todo el transcurso de su vida, que no hayan recibido más misericordia que aflicciones y muchos más placeres que dolor. Todos mis sufrimientos, por el cuidado del Dios omnipotente, cooperaron para promover mi bien espiritual y eterno ... ¡Gloria sea a Ti, oh Señor!”

La ‘escuela doméstica’

En su escuela doméstica, seis horas por día, durante veinte años, ella enseñó a sus hijos de manera tan amplia que llegaron a ser muy cultos. No hubo siquiera uno de ellos en el cual ella no hubiese depositado una pasión por el aprendizaje y por la rectitud.

Cierta vez, cuando su marido le preguntó exasperado: “¿Por qué usted se está ahí enseñando esta misma lección por vigésima vez a ese muchacho mediocre?”, ella respondió calmadamente: “Si me hubiese satisfecho con enseñarla diecinueve veces, todo el esfuerzo habría sido en vano. Fue la vigésima vez la que coronó todo el trabajo”.

Siendo ya un hombre famoso, su hijo John le rogó que escribiese algo sobre la crianza de los hijos, a lo que ella consintió con renuencia: “Ninguno puede seguir mi método, si no renuncia al mundo en el sentido más literal. Hay pocos, si es que los hay, que consagrarían cerca de veinte años del primor de su vida con la esperanza de salvar las almas de sus hijos”.

Ella comenzaba a entrenar a sus hijos tan luego ellos nacían, por un método de vida bastante riguroso. Desde el nacimiento ella comenzaba también a entrenar sus voluntades, haciéndoles entender que deberían obedecer a sus padres. Ellos eran enseñados, asimismo, a llorar despacio, y a beber y comer sólo lo que les era dado. Comer y beber entre las comidas no les era permitido, a no ser que estuviesen enfermos. A las seis de la tarde, apenas las oraciones familiares habían terminado, ellos cenaban. A las ocho se iban a la cama y debían dormir inmediatamente. “No era permitido en nuestra casa”, informa uno de sus hijos “sentarse cerca del hijo hasta que él dormía”. El gran ruido que muchos de nuestros hijos hacen era raramente oído en casa de los Wesley. Risas y juegos, en cambio, era los sonidos habituales.

Formando siervos de Dios

El bienestar espiritual de sus hijos interesaba mucho a Susana. Ella les inculcó un aprecio por las cosas del Espíritu y llevó adelante esta enseñanza hasta sus años de madurez. Incluso siendo mayor, su hijo John venía donde su piadosa madre en busca de consejo. No sólo para los metodistas, sino para todo el mundo, Susana Wesley dio una nueva libertad de fe, un nuevo brillo de religión práctica y una nueva intimidad con Dios.

No es de admirar que esta madre que tan frecuentemente oraba “dame gracia, oh Señor, para ser una cristiana verdadera”, produjese un gran cristiano como John Wesley. Ella oraba: “Ayúdame, Señor, a recordar que religión no es estar confinada en una iglesia o en un cuarto, ni es ejercitarse solamente en oración y meditación, sino que es estar siempre en tu presencia”.

En octubre de 1735, sus hijos John y Charles Wesley fueron a Estados Unidos como misioneros a los indios y a los colonizadores. Al despedirse de ella, John le expresó su preocupación en dejarla, siendo ella ya mayor. A lo que respondió: “Si tuviese veinte hijos, me alegraría que todos ellos fuesen ocupados así, aunque nunca más los volviese a ver”.

Al regresar a Inglaterra, John reasumió sus predicaciones por todo el país. Años después, Susana tuvo el inmenso gozo de oírlo predicar noche tras noche a cielo abierto, a una audiencia que cubría toda la cuesta de Epworth. Él se acordaba de las reuniones de su madre en Epworth cuando la oía predicar en las noches de domingo para doscientos vecinos que se aglomeraban en la casa pastoral.

Cuando los metodistas alcanzaron pleno vigor, la vida de Susana llegó a su fin. Un domingo de julio de 1742, mientras John predicaba en Bristol, le fue avisado que su madre estaba enferma, y regresó aprisa. El viernes siguiente ella despertó de su sueño para exclamar: “Mi querido Salvador, ¡estás viniendo a socorrerme en los últimos momentos de mi vida!”.

Más tarde, cuando los hijos estaban alrededor de su lecho, ella dijo: “Hijos, tan luego yo haya sido trasladada, canten un salmo de alabanza a Dios”. Ella murió en el lugar donde la primera Capilla Metodista fue abierta y fue sepultada en el cementerio al lado opuesto donde treinta y cinco años más tarde su hijo John construyó su famosa capilla. Cierta vez, John dijo sobre aquel funeral: “Fue una de las reuniones más solemnes que yo vi, o espero ver, en este lado de la eternidad”.

Mujeres de Dios

Mujeres de Dios

La madre de Charles Inwood

En un pequeño poblado no muy lejos de Bedford, Inglaterra, vivía un pequeño propietario de tierras, de apellido Inwood, con su familia de ocho hijos. El primogénito era Charles, quien antes de nacer fue dedicado con mucha oración al servicio del Señor. Ciertamente esto fue debido a las fieles oraciones de su piadosa madre, pues cuatro de sus cinco hijos se dedicaron al santo llamado del ministerio.

Sin duda hubo muchos días en que esa madre atareada podría haber reclamado de tedio, cuando se entregaba fielmente a las necesidades crecientes de su familia. Pero ella guardaba hermosos recuerdos de su abuela, que aunque era la única mujer con estudios en el poblado, era notable por su devoción y por su vida rica en oración.

Los recuerdos que Charles tenía de su madre intercesora fueron expresadas de esta manera: “Mi madre era notable especialmente por la intensidad y compasión por todas las formas de sufrimiento y completa pasión por ayudar a todos en su dolor, tremenda fuerza de voluntad y una confianza intensa en el poder de la oración. ¡Pueda su capa caer sobre mí!”.

Podemos juzgar si aquella capa envolvió o no a su hijo por sus extensos viajes por todas partes, cuando él predicaba en muchos países del mundo y fue uno de los expositores de Keswick, en aquellas reuniones en grandes tiendas. En su biografía, leemos sobre aquel hábito de oración: “Yo tuve momentos de maravilloso poder temprano por la mañana a través de la oración ...” Duró desde las cuatro de la madrugada hasta la hora del café de la mañana. Tan grande fue la presencia de la gloria del Señor que yo tuve que arrodillarme y con lágrimas de alegría adorar y glorificar a Dios. Meditación y oración son para mí una necesidad toda vez que me levanto para hablar”.

¿Percibe usted la enseñanza de su bondadosa madre en el tramado del ser de este hombre? Y de esta manera, aquella madre participaba en el ministerio público de su hijo.

“À Maturidade”

Una pregunta sin respuesta

Hace algunos años un conferencista ateo recorría las campiñas y sembraba la duda entre los pobladores. Él trataba de probar que es poco razonable creer en Dios y considerar que la Biblia es la Palabra de Dios.

Una noche, creyéndose dueño de la situación ante cierto número de personas, lanzó un desafío al Dios Todopoderoso, exclamando:

–¡Si hay un Dios, que se revele a sí mismo y me quite la vida en este instante!

Como no sucedía nada, se dirigió a sus oyentes y añadió:

–¿Lo ven? ¡No hay Dios!

Entonces, una diminuta campesina que llevaba atado un pañuelo en la cabeza, se levantó y dirigiéndose directamente al orador, le dijo:

–Señor, yo no sé replicar sus argumentos; su saber es muchísimo mayor que el mío. Usted es un hombre instruido, mientras que yo soy sólo una simple campesina. Como usted tiene una inteligencia muy grande, le ruego que responda a lo que le preguntaré. Yo creo en Cristo desde hace muchos años. Me regocijo en la salvación que él me dio, y hallo gran gozo en la lectura de la Biblia. Si cuando llegue la hora de mi muerte, me entero de que no hay Dios, que Cristo no es el Hijo de Dios, que la Biblia no es la verdad y que no existe la salvación ni el cielo; dígame, ¿qué habré perdido al creer en Cristo durante mi vida?

La concurrencia esperaba ansiosamente la respuesta. El incrédulo pensó durante varios minutos y finalmente respondió:

–Pues, señora, usted no habrá perdido absolutamente nada.

–Caballero –continuó la campesina –, usted ha sido muy amable al responder mi pregunta. Pero permítame formular otra. Cuando llegue la hora de su muerte, si usted descubre que la Biblia dice la verdad; que hay un Dios; que Jesús es el Hijo de Dios; que existe el cielo y también el infierno; dígame, señor, ¿qué habrá perdido usted?

Inmediatamente la concurrencia, de un salto, se puso en pie y aclamó a la campesina. El conferencista no halló respuesta.

“Carta a mis amiguitos” (Julio-agosto 2003)

La gloria brillaba en su rostro

El evangelista Billy Sunday cuenta la historia de un siervo de Dios que estaba yendo de casa en casa haciendo visitas. Cuando él tocó el timbre de un cierto hogar, una niña vino para abrir la puerta. Él le preguntó por su madre, a lo que ella respondió: “¿El señor está enfermo?”. Él le dijo que no, entonces ella preguntó: “¿El señor está herido?”, y nuevamente él le dijo: “No”. Ella preguntó, entonces, si él sabía de alguien que estuviese enfermo o herido. Cuando él respondió que no, aquella niña le dijo: “Entonces usted no puede hablar con mi madre ahora, pues ella ora desde las nueve a las diez.” Eran en ese momento las 9 y veinte minutos, pero incluso así, aquel hombre de Dios se sentó y esperó cuarenta minutos para estar con aquella señora.

¡A las diez ella salió del cuarto con una luz de gloria brillando en su rostro! Él comprendió, finalmente, por qué aquel hogar era tan resplandeciente y, todavía más que eso, la razón de por qué sus dos hijos eran ministros de la Palabra y su hija una misionera.

“Ni el mismo infierno puede separar un hijo o una hija de una madre como aquella”, comentó Billy Sunday.

“À Maturidade”

La abuela de Adelia Fiske

Adelia Fiske fue una misionera que viajó a Persia a trabajar con las jóvenes de aquella nación. Ella reconocía el papel fundamental que tuvo su abuela, no solamente en su vida, sino también en la vida de muchos de sus parientes. Ella escribió lo siguiente sobre su abuela: “Sus últimos días fueron días de oración casi continua”. La carga de su oración entonces era, como anteriormente había sido, que su descendencia pudiese ser una estirpe piadosa aun hasta la última generación.

Escribiendo a una prima, Adelia dice: “¿Usted oyó a su padre contar cómo ella acostumbraba orar por sus descendientes hasta el fin de sus días?”.

Posteriormente, alguien hizo un registro de la familia y descubrió que en 1837, trescientos descendientes directos de esa piadosa mujer eran cristianos verdaderos. En otra carta, la Srta. Fiske dice: “Continuamente recuerdo que debo estar recibiendo bendiciones en respuestas a sus oraciones, pues sé que ella oró por los hijos de sus hijos, por un tiempo que aún habría de venir”.

Con tal escenario de oración no es de admirar que la influencia de Adelia Fiske penetrase profundamente en sus alumnas. Las madres de aquellas muchachas trabajaban como esclavas en los campos todo el día y tenían poco tiempo para sus hogares, los cuales eran sucios y desordenados. Las niñas se entregaban a la mentira y al robo, y esas adolescentes llegarían a ser madres en el futuro. Adelia sacrificó su libertad personal y su privacidad al permitir que las primeras seis estudiantes fuesen a vivir con ella.

Dios no dejó su obrera sin su poderosa asistencia. El Espíritu Santo fue derramado sobre la escuela y aquellas jovencitas buscaron refugio donde pudiesen orar durante la noche hasta que la salvación las permease y así purificasen sus vidas y apariencias. El rayo de influencia alcanzó a quince mujeres más que también vinieron para orar durante la noche por aquel cambio en el corazón, prometido a través del Calvario. ¿Quién, sino Dios, podía poner en aquellas almas en tinieblas el deseo de orar tan fervorosamente hasta que la libertad del pecado viniese? ¡Las oraciones de los ancestros de Adelia no sólo fueron eficaces para sus propias familias, sino también para aquellas a quienes ella ministraría!

La oración de una madre

Los legítimos afectos de una madre por sus hijos pueden entrar en pugna con la voluntad de Dios.

La oración de una madre

Betty Taylor

Un día en que Betty Taylor no estaba en casa, su hijo Hudson Taylor, de apenas 17 años de edad, fue a la biblioteca de su padre en busca de algún libro con el cual entretenerse. Como nada lo atrajo, se volvió hacia un pequeño canasto con folletos y escogió entre ellos uno de evangelismo, que parecía interesante, con el siguiente pensamiento: “Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes les interese”.

Se sentó para leer el folleto totalmente indiferente, creyendo realmente que si hubiese salvación, ésta no sería para él. Pero él no sabía lo que pasaba por el corazón de su madre en ese momento, a 120 kilómetros de allí. Ella se había levantado de la mesa con un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Fue a su cuarto y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen respondidas. Hora tras hora aquella madre rogó por Hudson Taylor hasta que ya no pudo orar más, sino que fue impulsada a alabar a Dios, con la convicción de que su oración ya había sido respondida.

En aquella misma hora, mientras leía el folleto, Hudson Taylor quedó impresionado con la frase: “La obra consumada de Cristo”. Él pensó: “¿Por qué el autor usó esta expresión? ¿Por qué él no dijo ‘la obra redentora o propiciatoria de Cristo’?”. Inmediatamente las palabras “está consumado” vinieron a su mente. ¿Qué estaba consumado? Luego él mismo se respondió: “Una expiación plena, perfecta y satisfactoria del pecado; la deuda estaba pagada por el Sustituto; Cristo murió por nuestros pecados y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”.

Vino entonces un pensamiento: “Si toda la obra está consumada y la cuenta completamente pagada, ¿qué resta por hacer?”. Y con eso brilló la convicción jubilosa en su alma, por medio del Espíritu Santo, de que nada había que hacer sino arrodillarse y aceptar a ese Salvador y su salvación, y alabarlo para siempre. Así, mientras aquella madre estaba alabando a Dios arrodillada en su cuarto, él alababa a Dios en aquella biblioteca a la que había ido para leer.

Pasaron varios días. Cuando su madre regresó, él fue el primero en ir a su encuentro para contarle las buenas nuevas. Su madre lo abrazó diciendo: “Lo sé, hijo; me he alegrado ya por quince días con las buenas nuevas que tienes para darme”.

Catherine Talmage

Catherine Talmage fue la madre del gran orador y predicador T. DeWitt Talmage. Junto con otras cuatro madres, ella se reunía todas las tardes de sábado en la casa de una vecina para orar por la conversión de sus hijos. Esta “conspiración santa” fue guardada en secreto por la familia hasta su muerte. Pero las oraciones ofrecidas con sinceridad por aquellas madres fueron oídas en el trono de Dios y los hijos de todas aquellas familias se convirtieron. De los once hijos de la familia de Catherine, su hijo DeWitt fue el último. Y él –la última oveja perdida– fue llevado a Dios a través de la ministración de un predicador visitante.

La familia estaba sentada alrededor de la chimenea cuando su padre se volvió hacia el ministro y le pidió que leyese un capítulo de la Biblia y orase. Él leyó la historia de la oveja perdida. Luego, el predicador preguntó a aquel padre si todos sus hijos eran salvos. “Todos, excepto DeWitt”, respondió el padre. El ministro, contemplando el fuego, contó la historia de la tempestad en las montañas, de las ovejas en el redil, de la última oveja, y del pastor que arriesgó su vida hasta encontrarla y traerla a casa.

Antes que la noche terminase, DeWitt Talmage obtuvo la bendita seguridad de que todas las ovejas –y ahora él también–, el último de la familia en convertirse, estaban en el redil.

Una pobre lavandera

Hace ya varios años, una pobre mujer fue obligada por las circunstancias a trabajar como lavandera, debido a las necesidades financieras que su familia estaba pasando. Mientras trabajaba en la artesa con agua y jabón, sus lágrimas se mezclaban con la espuma a medida que derramaba delante de Dios la carga de su corazón por la salvación de su hijo. Ella no fue rechazada en su petición, y su hijo –Edward Kimball– nació de nuevo, y llegó a ser un maestro de escuela dominical con un gran sentido de responsabilidad por sus alumnos.

Uno de esos alumnos fue D.L. Moody, el hombre que alcanzó multitudes. Edward Kimball, nacido de la oración, sentía igualmente una gran preocupación por aquel estudiante de 17 años de edad de su clase. Desechando toda resistencia, visitó la zapatería donde Moody trabajaba. Como resultado de ese encuentro, aquel día Moody fue convertido. ¡Cuán poco fue alabada aquella humilde lavandera por la parte que le cupo en el ministerio de Moody! Pero los registros eternos infaliblemente incluirán todos los vínculos en la corriente de la providencia. ¡Cuán interesante será trazar la fuente de todas las obras de Dios con esta poderosa arma que es la oración!

Huo-Ping

Watchman Nee nació el 4 de noviembre de 1903, en Fuchow, China. Su nacimiento fue una respuesta a la oración. Su madre, Huo-Ping, temía seguir el mismo camino que su cuñada, la cual tuvo seis hijas, pues de acuerdo a la costumbre china, los varoncitos eran preferidos. Ella ya había tenido dos hijas y, aunque en esa época era sólo una cristiana de nombre, oró por un hijo, prometiendo dedicarlo al servicio de Dios. El año siguiente, ella dio a luz el hijo solicitado.

En 1916, a los trece años, Nee entró en una escuela cristiana en Fuchow para recibir una educación al estilo occidental. Por ser un alumno brillante él no necesitaba estudiar mucho para estar entre los mejores de su clase. Aunque había observado algunas tradiciones cristianas como el bautismo, la comunión y la escuela dominical, hasta entonces no había aceptado a Jesús como su Salvador. Él amaba el mundo y anhelaba la gloria terrena. Gustaba de leer novelas románticas e ir al cine; escribía artículos para revistas y con el dinero ganado jugaba a la lotería.

Durante este período, China estaba pasando por grandes agitaciones. Naturalmente, por ser joven, Nee fue afectado por los movimientos políticos a su alrededor. Al mismo tiempo, desarrolló una fuerte aversión a la iglesia y a los predicadores. Cuando su padre le habló que él había sido consagrado a Dios para ser un predicador, su reacción fue la más negativa imaginable. “¡De ninguna manera!”, fue su firme respuesta, dejando en claro que él había planificado su propio futuro en una dirección completamente diferente. El joven prometió que nunca sería un predicador.

A fines de febrero de 1920, Dora Yu, una de las primeras evangelistas chinas, fue a Fuchow para realizar reuniones de avivamiento en una capilla metodista. Huo-Ping, que la conocía de antes, acudió a las reuniones y fue salva. Por su parte, Nee, aunque fue invitado por su madre, no asistió a las reuniones. En realidad, en aquella época él odiaba a su madre, por haberlo acusado injustamente de la quiebra de un jarrón valioso en su casa. Ella había descubierto más tarde su error, pero nunca se disculpó.

Ahora, sin embargo, Huo Ping había sido salva. Comenzó, entonces, a hacer devocionales con su familia. En una de esas ocasiones, cuando ella comenzó a tocar al piano el primer himno, fue profundamente tocada por el Espíritu de Dios. Ella sintió que debía hacer una confesión a su hijo antes de que pudiese adorar al Señor públicamente. Para sorpresa de la familia, ella repentinamente se levantó, fue hasta su hijo, y envolviéndolo en sus brazos, le pidió: “Por amor de Jesús, por favor, perdóneme por haberlo castigado injustamente y con ira”.

Esto tocó a Watchman Nee profundamente. Él nunca había oído de un padre chino que asumiera una culpa ante su hijo. Si su propia madre fue así transformada, debería haber algo poderoso en la predicación de la evangelista visitante. “El cristianismo”, pensó, “debe ser más que un simple credo. Esa predicadora es digna de ser oída”. Entonces, a la mañana siguiente él dijo a su madre que estaba dispuesto a oír a Dora Yu.

El joven Nee fue a la reunión aquella noche, como lo había prometido, y su corazón fue tocado por el evangelio. Sin embargo, él sintió una gran lucha porque sabía que no sólo debería aceptar la salvación, sino también consagrar su vida entera al Señor. Después de varios días de desazón interior, por fin, la noche del 29 de abril él se arrodilló en su cuarto e hizo una decisión radical. Él mismo lo diría después: “Yo sabía que Él había muerto y que ahora vivía en mí – así también yo debería morir y vivir para Él. Yo debería servirlo por toda mi vida”.

Así se cumplió el deseo de su madre cuando ella lo ofreció al Señor aun antes de nacer. ¡Maravilla de los caminos de Dios!

El camino hacia la verdadera belleza

Inclinada de niña a la piedad, al llegar a la juventud Madame Guyon se transformó en una ‘mariposa’ de sociedad, en la vana y libertina París de la época de Luis XIV, que pensaba poco en Dios y en el mundo venidero. Sin embargo, su vanidad y orgullo fueron completamente aplastados, y ella se tornó entonces en un “instrumento para honra, santificado, útil al Señor”.

El camino hacia la verdadera belleza

Jeanne Marie Bouvier de la Mothe nació en Montargis, Francia, unos 40 Km. al norte de París, el 18 de abril de 1648, un siglo después de iniciarse la Reforma. Sus padres pertenecían a la aristocracia francesa; eran muy respetados, y tenían inclinaciones religiosas como las de todos sus ancestros. Su padre ostentaba el título de Seigneur, o Señor, de la Mothe Vergonville.

Niñez y juventud

Durante la primera infancia, Jeanne fue víctima de una enfermedad que hizo a sus padres temer por su vida. Mas ella se recuperó, y a los dos años y medio de edad fue colocada en el Seminario de las Ursulinas, en su propia ciudad, a fin de ser educada por las monjas. Después de algún tiempo, regresó al hogar, mas su madre descuidaba su educación, dejándola casi siempre al cuidado de las criadas. Gran parte de su infancia, la niña estuvo yendo y viniendo entre su casa y el convento, y pasando de una escuela a otra. Cambió su lugar de residencia nueve veces en diez años.

En 1651, la Duquesa de Mont-bason llegó a Montargis, a fin de residir con las monjas benedictinas establecidas allí, y pidió al padre de Jeanne que permitiese que ésta, de cuatro años de edad, le hiciese compañía. Durante su estadía allí, la niña vino a comprender su necesidad de un Salvador por medio de un sueño que tuvo respecto de la miseria futura de los pecadores impenitentes; y entregó entonces definitivamente su vida y su corazón a Dios.

A los diez años de edad, Jeanne fue colocada en un convento para proseguir su educación. Cierto día encontró una Biblia, y como le gustaba mucho leer, ella se absorbió en su lectura. “Pasaba días enteros leyendo la Biblia”, cuenta, “sin prestar atención a ningún otro libro o a nada más, desde la mañana a la noche. Y como tenía buena memoria, memoricé completas las secciones históricas”. Este estudio de las Escrituras, sin duda, puso los fundamentos de su maravillosa vida de devoción y piedad. Por este tiempo se hizo sentir sobre su vida la importante influencia de una de sus hermanastras, quien suplió en parte la falta de preocupación de su madre.

Jeanne creció, y sus rasgos comenzaron a mostrar aquella belleza que más tarde la distinguió. La madre, contenta con su apariencia, se esmeraba en vestirla bien. El mundo la conquistó, y Cristo quedó casi olvidado. Tales cambios ocurrieron con frecuencia en sus primeras experiencias. Un día tenía buenos pensamientos y resoluciones, y al día siguiente todo quedaba atrás, y la vanidad y la mundanalidad llenaban su vida.

Un joven piadoso, un primo llamado De Tossi, yendo como misionero a Cochinchina, al pasar por Montargis, visitó a la familia. Su visita fue breve, pero impresionó profundamente a Jeanne, aunque entonces no estaba en casa ni vio a su primo. Cuando le contaron sobre su consagración y santidad, el corazón de ella se afligió tanto, que lloró el resto del día y la noche. Quedó conmovida con la idea de la diferencia entre su propia vida mundana y la vida piadosa de su primo. Toda su alma despertó entonces para tomar conciencia de su verdadera condición espiritual. Intentó renunciar a su mundanalidad, procuró adoptar una disposición mental religiosa y obtener perdón de todos a quienes pudiese haber perjudicado de cualquier forma. Visitó a los pobres, les llevó alimento y ropa, les enseñó el catecismo, y pasaba mucho tiempo leyendo y orando. Leyó libros devocionales como “La vida de Madame de Chantal” y las obras de Tomás de Kempis y Francisco de Sales. Procuraba imitar la piedad de ellos; sin embargo, todavía no hallaba la paz y el descanso del alma por medio de la fe en Cristo.

Tras un año de búsqueda sincera de Dios, se apasionó profundamente por un joven, un pariente próximo, aunque tenía apenas catorce años. Su mente estaba tan ocupada pensando en él que descuidó sus oraciones y comenzó a buscar en el amor terrenal el disfrute que buscara antes en Dios. A pesar de mantener aún una apariencia de piedad, en lo íntimo ésta le era indiferente. Comenzó a leer novelas románticas, y a pasar mucho tiempo delante del espejo, así que se volvió excesivamente vana. El mundo la tenía mucho en cuenta, pero su corazón no era recto delante de Dios.

En el año 1663, la familia La Mothe se trasladó a París, un paso que no les benefició espiritualmente. París era una ciudad alegre, sedienta de placeres, especialmente durante el reinado de Luis XIV, y la vanidad de Mademoiselle La Mothe creció insoportablemente. Tanto ella como sus padres se tornaron extremadamente mundanos, bajo la influencia de la sociedad a la que habían ingresado. El mundo le parecía ahora el único objeto digno de ser conquistado y poseído. Su belleza, dotes intelectuales y conversación brillante hicieron de ella una favorita en la sociedad. Su futuro marido, M. Jacques Guyon, hombre de gran riqueza, y muchos otros, pedirían su mano en casamiento.

El orgullo es tocado

Aunque no se sentía muy atraída a Monsieur Guyon, su padre acordó el casamiento, y ella accedió a su deseo. La boda tuvo lugar en 1664. Jeanne tenía casi 16 años, mientras su marido tenía ya 38. Luego descubrió que la casa a la cual fue llevada se volvería para ella una “casa de luto”. La suegra, mujer poco refinada, la gobernaba con mano de hierro, y aun la hostilizaba. El marido tenía buenas cualidades y la apreciaba mucho, pero diversas enfermedades físicas y sufrimientos a que estaba sujeto, además de la gran diferencia de edad entre él y su joven esposa, y el genio de la suegra, hicieron difícil su vida de recién casada. Su gran inteligencia y sensibilidad agudizaron aún más sus sufrimientos. Sus esperanzas terrenales fueron destruidas.

Más tarde, sin embargo, ella reconoció que todo había sido dispuesto misericordiosamente a fin de llamarla de aquella vida de orgullo y superficialidad. Dios permitiría que ella atravesase el fuego del horno de la aflicción, para que las impurezas fuesen removidas, y ella pudiese presentarse como un vaso de oro puro. “Era tal la fuerza de mi orgullo natural”, cuenta ella, “que nada aparte de una dispensación de sufrimiento podría haber quebrantado mi espíritu y hacerme volver a Dios”.

A pesar de haber comido el pan de la tristeza y mezclado con lágrimas su bebida, todo eso hizo que su alma se dirigiese a Dios y ella empezó a buscarlo, pidiendo su consuelo en sus tribulaciones. Poco después de un año de casada, tuvo un hijo, y sintió la necesidad de aproximarse a Dios, tanto por causa de él como por la suya propia.

Una calamidad tras otra sobrevinieron a Madame Guyon. Poco después de nacer su hijo, el marido perdió gran parte de su enorme fortuna, y esto amargó mucho a su avarienta suegra, quien solía responsabilizarla de todas sus desgracias. En el segundo año de matrimonio cayó enferma, y parecía a las puertas de la muerte; sin embargo, su enfermedad fue un medio de hacerla pensar más en las cosas espirituales. Su querida hermanastra murió, y después su madre. Con amargura aprendió que sólo podía encontrar descanso en Dios, y ahora lo buscó con sinceridad, y lo encontró, y nunca más se apartó de él.

A través de las obras de Kempis, de Sales, y la vida de Mme. Chantal, y de conversaciones con una piadosa dama inglesa, Madame Guyon aprendería mucho con respecto a las cosas espirituales. Después de una ausencia de cuatro años, su primo regresó de Cochinchina y su visita la ayudó espiritualmente.

El gozo de la salvación

Un humilde monje franciscano se sintió guiado por Dios para ir a verla, y él también le fue de gran ayuda. Fue este franciscano el primero que la llevó a ver claramente la necesidad de buscar a Cristo por la fe y no mediante obras externas, como lo había estado haciendo hasta entonces. Instruida por él, llegó a comprender que la verdadera fe era un asunto del corazón y del alma, y no una simple rutina de deberes y observancias ceremoniales como supusiera. “En aquel momento me sentí profundamente herida por el amor de Dios –una herida tan indescriptible que deseé jamás fuera curada. Tales palabras trajeron a mi corazón aquello que venía buscando por tantos años; o sea, me hicieron descubrir lo que allí se hallaba, y que de nada me servía por falta de conocimiento... Mi corazón había cambiado; Dios se hallaba allí; desde aquel momento Él me había dado una experiencia de su presencia en mi alma, no simplemente como un objeto percibido en el intelecto por la aplicación de la mente, sino como algo realmente poseído de la manera más dulce posible. Pude sentir esas palabras de Cantares: ‘Tu nombre es como ungüento derramado; por eso las doncellas te aman’; pues percibí en mi alma una unción que, como un bálsamo saludable, sanó en un instante todas mis heridas.”

Madame Guyon tenía veinte años cuando recibió esta prueba definitiva de salvación por la fe en Cristo. Fue el 22 de julio de 1668. Después de esta experiencia, dijo: “Nada era más fácil ahora para mí que orar. Las horas pasaban fugazmente, en tanto yo nada podía hacer sino orar. La vehemencia de mi amor no me daba descanso.”

Algún tiempo después, ella podía decir: “Amo a Dios mucho más de lo que el amante más apasionado entre los hombres ama al objeto de su afecto terrenal”. “Este amor de Dios”, dice, “ocupaba mi corazón con tanta constancia y fuerza, que era muy difícil para mí pensar en otra cosa. Nada más me parecía digno de atención”. Agregó después: “Me despedí para siempre de las reuniones que frecuentaba, de los teatros y diversiones, de los bailes, de las caminatas sin propósito y de las fiestas de placer. Las diversiones y placeres tan considerados y estimados por el mundo, me parecían ahora tediosos e insípidos, de forma tal que me preguntaba cómo un día pude haberlos apreciado”.

Madame Guyon tuvo un segundo hijo en 1667, o sea, un año antes de pasar por la notable experiencia ya citada. Su tiempo estaba ahora ocupado en el cuidado de los hijos y la atención a los pobres y necesitados. Ella hacía que muchas jovencitas, hermosas pero pobres, aprendiesen un oficio, a fin de sentirse menos tentadas a llevar una vida de pecado. Hizo también mucho en beneficio de aquellas que ya habían caído en pecado. Con sus recursos, frecuentemente ayudaba a comerciantes y artesanos pobres a iniciar sus propios negocios. Y no cesaba de orar. En sus palabras: “Mi deseo de comunión con Dios era tan fuerte e insaciable que me levantaba a las cuatro de la mañana para orar”. La oración era el mayor deleite de su vida.

Las personas del mundo quedaban sorprendidas al ver a alguien tan joven, tan bella, tan intelectual, enteramente entregada a Dios. La sociedad amante del placer se sentía condenada por su vida, y procuraba perseguirla y ridiculizarla. Ni aun sus propios parientes la comprendían muy bien, y su suegra hacía todo para tornar su vida más difícil que nunca, logrando hasta cierto punto apartarla de su marido y su hijo mayor. Sin embargo, estas pruebas no la perturbaban tanto como lo hacían antes, pues ahora ella las consideraba como siendo permitidas por el Señor para mantenerla en humildad. Una tercera criatura, una hija, nació en 1669. Esta pequeña fue un gran consuelo para ella, aunque estaba destinada a dejarla en breve.

El camino de la consagración

Durante cerca de dos años, las experiencias religiosas de Madame Guyon continuaron profundizándose, pero luego se vio una vez más atraída hasta cierto punto por el mundo. En una visita a París, descuidó sus oraciones y se enredó con la sociedad mundana que había frecuentado antes. Al comprender esto, se apresuró a volver a casa, y su angustia por lo sucedido, al enfrentar su debilidad, era “como un fuego consumidor”. Durante un viaje por muchos lugares de Francia con su marido, en 1670, también tuvo muchas tentaciones para volver a la antigua vida de placer mundano. Su tristeza fue tan grande que incluso sentía que se alegraría si el Señor por su providencia la llevase de este mundo de tentación y pecado. Sus principales tentaciones eran las ropas y las conversaciones mundanas. Mas la reprobación de su conciencia era como un fuego quemando en su interior, y se sentía llena de amargura al reconocer su debilidad. Durante tres meses perdió su anterior comunión con Dios. Como resultado, su alma se volvió a una interrogante acerca de la vida santa. Deseaba que alguien le enseñase cómo vivir con mayor espiritualidad, cómo andar más cerca de Dios, y cómo ser “más que vencedora” en relación al mundo, a la carne y al diablo. Aunque esa era la época de Nicole y Arnaud, de Pascal y Racine, cristianos de percepción espiritual eran escasos entonces en Francia.

Cierto día en que atravesaba uno de los puentes sobre el río Sena, en París, acompañada por un criado, un hombre pobre con hábito religioso apareció de pronto a su lado y empezó a hablarle. “Ese hombre”, dice ella, “me habló de manera maravillosa sobre Dios y las cosas divinas”. Él parecía saber todo sobre la vida de ella, sus virtudes, sus faltas. “Él me dio a entender”, cuenta ella, “que Dios requiere no sólo un corazón del cual se pueda decir que fue perdonado, sino aquel que pueda ser designado propiamente como santo, que no era suficiente con evitar el infierno, sino que él también requería de mí la pureza más profunda y la perfección más absoluta”.

Al sentir su debilidad y necesidad de una experiencia espiritual más profunda, y habiendo recibido un mensaje tan directo de la providencia de Dios, Madame Guyon resolvió en aquel día entregarse de nuevo al Señor. Habiendo aprendido por experiencia que no era posible servir a Dios y al mundo al mismo tiempo, decidió: “A partir de este día, de esta hora, si es posible, perteneceré enteramente al Señor. El mundo no tendrá nada de mí”. Dos años más tarde, preparó y suscribió su histórico Tratado de la Consagración; mas la verdadera consagración parece haber sido completada aquel día.

Golpes purificadores

Ella se rindió sin reservas a la voluntad del Señor, y casi inmediatamente su consagración fue probada por una serie de golpes demoledores que servirían para purificar las impurezas de su naturaleza. Sus ídolos fueron destruidos uno tras otro, hasta que todas sus esperanzas, alegrías y ambiciones se concentraron en el Señor, y él comenzó entonces a usarla poderosamente en la edificación de su reino.

Su belleza, la mayor causa de su orgullo y conformidad con el mundo, fue el primer ídolo en ser derribado. El 4 de octubre de 1670, cuando tenía poco más de 22 años, el golpe cayó sobre ella como un relámpago del cielo. Jeanne cayó víctima de la viruela, en su forma más violenta, y su belleza desapareció casi por completo.

“Pero la devastación exterior fue equilibrada por la paz interior”, dice ella. “Mi alma se mantuvo en un estado de contentamiento mayor del que puede ser expresado.” Todos juzgaban que quedaría inconsolable. Mas lo que dijo fue: “Cuando estaba en cama, sufriendo la privación total de lo que había sido una trampa para mi orgullo, experimenté un gozo indescriptible. Alabé a Dios en profundo silencio”. También afirmó: “Cuando me recuperé lo suficiente para sentarme en la cama, pedí que me trajesen un espejo, y satisfice mi curiosidad mirándome en él. Ya no era más lo que había sido. Vi entonces que mi Padre celestial no había sido infiel en su obra, sino había ordenado el sacrificio en toda su plenitud”.

El ídolo siguiente, entre los que más amaba, fue su hijo menor, a quien era muy allegada. “Este golpe”, dice, “hirió mi corazón. Me sentí derrotada. Sin embargo, Dios me fortaleció en mi debilidad. Yo amaba tiernamente a mi hijo; mas, aunque estuviese perturbada con su muerte, vi la mano del Señor tan claramente que no pude llorar. Lo ofrecí a Dios, y exclamé con las palabras de Job: “El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito”.

En 1672, su muy amado padre murió, y ese mismo año falleció también su hijita de tres años. Siguió luego la muerte de Genevieve Grainger, su amiga y consejera, y no tuvo ya ningún apoyo carnal a quien apegarse en sus pruebas y dificultades espirituales. En 1676, su marido, que se reconciliara con ella, fue de la misma manera alejado por la muerte. Como Job, ella perdió todo lo que más amaba en el mundo; mas comprobaba que el Señor permitía esas cosas para quebrantar su voluntad y su orgulloso corazón. Percibió nítidamente la mano del Señor en todas esas circunstancias, y exclamó: “¡Oh admirable conducta de mi Dios! No puede haber guía, ni apoyo, para quien tú llevas a las regiones de las tinieblas y de la muerte. No puede haber consejero, ni sustento para el hombre a quien tú has señalado para completa destrucción de su vida natural”. Por “destrucción de la vida natural”, ella quería significar el aniquilamiento de la carnalidad y del egoísmo.

Experiencias más profundas

A pesar de haber sido grandes las tribulaciones mencionadas, Madame Guyon había de pasar aún por una de sus pruebas mayores y más prolongadas. En 1674 entró en lo que más tarde llamó el “estado de privación o desolación”, que duró siete años. Durante todo ese período permaneció sin alegría espiritual, paz, o emociones de cualquier tipo, y tuvo que andar sólo por fe. Aunque continuó con sus devociones y obras de caridad, no sentía el placer y la satisfacción que sintiera antes. Parecía como si Dios no estuviese con ella, y cometió el error de imaginar que realmente eso había ocurrido. Había de aprender ahora a andar por la fe en lugar de hacerlo por sus sentimientos.

Nos sentimos llenos de alegría y paz verdadera cuando creemos (Rom. 15:13). Pero cuando contemplamos nuestros sentimientos y apartamos nuestros ojos del Señor, toda esa alegría y paz nos abandona. Madame Guyon parece haber cometido ese gran error, y durante siete años se mantuvo a la espera de sentimientos y emociones antes de aprender a vivir por sobre ellos y por la simple fe en Dios. Descubrió entonces que la vida de fe es mucho más elevada, santa y dichosa que aquella dominada por los sentimientos y emociones. Había estado pensando más en éstas que en el Señor, más en el don que en el Dador; pero finalmente su vida se alzó victoriosa por sobre las circunstancias y los sentimientos.

Casi siete años después de haber perdido su alegría y emoción, comenzó a tener correspondencia con el padre La Combe, a quien ella guiara a la salvación por la fe años antes. Él fue ahora el instrumento para llevarla hasta la luz límpida y a los rayos del sol de la experiencia cristiana, mostrándole que Dios no la había olvidado como imaginaba, sino que él estaba crucificando el “yo” en la vida de ella. La luz comenzó a surgir en su interior, y la oscuridad gradualmente se fue.

Ella marcó el día 22 de julio de 1680 como el día en que el padre La Combe debería orar especialmente a su favor, en caso de que su carta llegase a tiempo a sus manos. Aunque la distancia era grande, la carta llegó providencialmente a tiempo, y tanto él como Madame Guyon pasaron aquel día en ayuno y oración. Fue un día que quedó grabado en su memoria. Dios oyó y respondió sus oraciones. Las nubes oscuras se desvanecieron de su alma, y torrentes de gloria tomaron su lugar. El Espíritu Santo le abrió los ojos, a fin de reconocer que sus aflicciones eran en verdad las misericordias de Dios ocultas. Eran como túneles tenebrosos que sirven de atajo, a través de montañas de dificultades, hacia los valles de bendiciones que surgieron más adelante. Eran los carros de Dios que la llevaban a lo alto, en dirección al cielo. El vaso había sido purificado y adecuado para su habitación, y el Espíritu de Dios, el Consolador celestial, venía ahora a morar en su corazón. Toda su alma se llenó entonces de su gloria, y todas las cosas parecían plenas de alegría.

En sus “Torrentes espirituales”, describiendo la experiencia que había disfrutado, ella anota: “Sentía una paz profunda que parecía invadir mi alma entera, resultante del hecho de que todos mis deseos eran satisfechos en Dios. Nada temía; esto es, al analizar sus últimos resultados y relaciones, porque mi fe muy sólida ponía a Dios al frente de todas las perplejidades y sucesos.”

En otro punto dice: “Una característica de este grado más elevado de experiencia era una sensación de pureza interior. Mi mente se sentía tan unida a Dios, tan ligada a la naturaleza divina, que nada parecía tener poder para mancillarla y disminuir su pureza. Experimentaba la verdad de la declaración bíblica: Todas las cosas son puras para los puros”. Y, de nuevo, afirma: “A partir de aquella época, percibí que gozaba de libertad. Mi mente pasó a experimentar notable facilidad para hacer y sufrir todo lo que se presentase a la orden de la providencia de Dios. La orden de Dios se volvió su ley”.

Fructificación y plenitud

La vida de Madame Guyon pasó a caracterizarse entonces por gran sencillez y poder. Después de haber encontrado el camino de la salvación por la fe, ella fue el canal que condujo a muchas personas en Francia a la experiencia de la conversión o regeneración. Y ahora, desde que había pasado por una experiencia personal más profunda, rica y plena, comenzó a llevar a muchos otros a la experiencia de la santificación por la fe, o a una experiencia de “victoria sobre la vida del ‘yo’, o muerte del ego”, como acostumbraba llamarla.

Su alma ardía con la unción y el poder del Espíritu Santo, y donde iba era asediada por multitudes de almas hambrientas, sedientas, que venían a ella a fin de obtener el alimento espiritual que sus pastores no podían darles. Reavivamientos de la fe se iniciaban en casi todo lugar que visitaba, y en toda Francia cristianos sinceros comenzaban a buscar la experiencia más profunda que ella enseñaba.

El padre La Combe comenzó a difundir la doctrina con gran unción y poder. Luego, el gran Fénelon fue llevado a una experiencia más completa mediante las oraciones de Mme. Guyon, y él también comenzó a respaldar sus enseñanzas a través de Francia. Así, ellas penetraron en los círculos religiosos poderosos en la corte –entre los Beauvilliers, los Chevreuses, los Montemarts –quienes estaban bajo su dirección espiritual.

Fueron tantas las personas que pasaron a renunciar a su mundanalidad y pecaminosidad, y a consagrarse enteramente a Dios, que los sacerdotes y maestros mundanos comenzaron a sentirse condenados, y se dispusieron a perseguir a Madame Guyon y al padre La Combe, Fénelon y todos los demás que seguían la doctrina del “amor puro” o “muerte completa para la vida del yo”.

El padre La Combe fue arrojado a prisión y tan cruelmente torturado que su razón fue afectada. El corrupto y disoluto rey Luis XIV finalmente arrestó a Madame Guyon en el convento de Santa María. Mas ella había aprendido a sufrir, y soportó con paciencia las persecuciones, creciendo cada vez más espiritualmente. Sus horas en prisión las empleaba en la oración, en la adoración, y escribiendo, aunque estuviese enferma por la falta de aire y otras inconveniencias en su pequeña celda.

Después de ocho meses, sus amigos consiguieron libertarla. Los enemigos habían intentado envenenarla cuando se hallaba en prisión, y ella sufrió por siete años los efectos del veneno. Sin embargo, sus obras eran ya vendidas y leídas en Francia y en muchas otras partes de Europa. A través de ellas, multitudes fueron llevadas a Cristo y a una experiencia espiritual más profunda.

En 1695 fue nuevamente encarcelada por orden del rey, siendo ahora llevada al castillo de Vincennes. Al año siguiente, fue transferida a una prisión en Vaugiard. En 1698 la llevaron a una mazmorra en la Bastilla, la histórica y odiada prisión de París. Allí permaneció siete años, mas era tan grande su fe en Dios, que la celda le parecía un palacio. Después fue desterrada a un pueblo de la diócesis de Blois, donde pasó unos quince años en silencio y aislamiento con su hijo. Así pasó el resto de su vida al servicio del Maestro, muriendo en perfecta paz, y sin siquiera una sombra en cuanto a la plenitud de sus esperanzas y alegría, en el año 1717, a los 69 años de edad.

Madame Guyon dejó cerca de sesenta volúmenes escritos por ella. Muchos de sus más bellos poemas y algunos de sus libros más valiosos fueron escritos durante sus años de prisión. Algunos himnos son muy conocidos, y sus escritos fueron una poderosa influencia para el bien en este mundo de pecado y sufrimiento. Su experiencia cristiana tal vez sea mejor descrita en las siguientes palabras salidas de su pluma:

“Nada me queda, ni lugar ni tiempo;
mi país es cualquiera;
me siento tranquila y libre de cuidados,
en cualquier lugar, pues allí Dios está”.

***

La madre al servicio de Dios

Los legítimos afectos de una madre por sus hijos pueden entrar en pugna con la voluntad de Dios.

La madre al servicio de Dios

Marcelo Díaz P.

Una de las funciones más sublimes del alma es la afectividad. Las emociones en la vida del hombre son realmente importantes. Son como los distintos colores que componen el espectro luminoso, los cuales nos permiten apreciar la diversidad de la realidad física en toda su amplitud. Un paseo por el campo nos ofrece una variedad infinita de colores y matices. Así también es la afectividad humana. La variedad de emociones que vivenciamos a través de la vida hacen que ésta sea, en algunos casos, atractiva y, en otros, nefasta.

Desde pequeños comenzamos a relacionarnos con otros, y a conocer nuestras emociones a partir de la vinculación con los demás. Es así como un bebé, durante los primeros días de su vida, se apega instintivamente al pecho materno para extraer de éste, no sólo la leche necesaria para el crecimiento físico, sino también el cariño y la afectividad necesaria para desarrollarse emocionalmente sano. Los primeros sentimientos y emociones se aprenden en este vínculo materno (y en algunos casos, de tutores o adultos cercanos que actúan como sustitutos de la madre). Es en esta relación donde se gesta al interior del alma la afectividad humana. La madre vuelca en el bebé toda su ternura, dedicación, cariño y amor; y el bebé, necesitado de todo, recibe los más puros afectos que le puede brindar la madre.

Debido a su origen, podemos decir que una de las relaciones más fuertes de la vida humana es la de una madre con su hijo(a). El alma de una madre se apega a la de su hijo con todas sus fuerzas. Las Escrituras nos muestran la fuerza de este vínculo madre-hijo, para ejemplificar el intenso amor de Dios, cuando nos dicen: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti.” (Is. 49:15).

La relación madre-hijo es poderosa y vital, y de ella dependerá el éxito de muchos procesos en la vida del niño: la confianza básica, el conocimiento de sí mismo, la individuación, la identificación, etc. De manera que amar a los hijos es fundamental y necesario para el crecimiento. Por eso Pablo nos advierte que en los postreros días surgirán hombres amadores de sí mismos “... sin afecto natural” (Lit. “sin amor de parentesco”). 1

Los afectos de una madre pueden oponerse a la voluntad de Dios

Siendo esta relación tan fuerte y tan maravillosa, tan potente y tan necesaria, hay que decir que la misma puede llegar a ser una tragedia en relación con los propósitos divinos ¿Por qué una tragedia? Porque el alma siempre busca lo suyo y se aferra tenazmente a lo que siente que le pertenece. Y una madre, inconscientemente, siente que los hijos son propiedad suya. Puesto que crecieron en su interior, la percepción de una madre es sentir que ese hijo es una extensión de sí misma. La psicología de una mujer es contener, retener, cobijar y atesorar siempre hacia su interior. Y no es extraño que su alma se apegue a la de su hijo(a) conteniéndolo, reteniéndolo, cobijándolo, atesorándolo. Todos sabemos lo que una madre es capaz de hacer por un hijo, pero este hacer no siempre está de acuerdo con la voluntad de Dios.

Los vínculos sentimentales y especialmente los de una madre hacia un hijo, son tremendamente fuertes y poderosos, aún como para lidiar con el reino de Dios. El Señor nos enseñó de esto al decirnos: “Si alguno viene a mí y no aborrece a padre, madre... no puede ser mi discípulo” (Lc.14:26). Así, una madre o un padre pueden, incluso, hacer sentir en el corazón de su hijo una carga afectiva tan poderosa como para coartar, anular, y, en definitiva, controlar totalmente el comportamiento de su hijo.

Una espada traspasaría su alma

María, como toda mujer, vivió intensamente el período de embarazo de su primer hijo, Jesús. Ella iba guardando en su corazón cada intervención divina que se presentaba en su vida (Lc. 2:19; 51), mientras reflexionaba respecto del hijo anunciado. Como toda mujer, fue apegando su alma a la de su niño y sus afectos comenzaron a crecer a medida que el niño iba creciendo en su vientre. Sus anhelos, sus deseos y sus planes se fueron haciendo cada vez más fuertes en su interior. Todo su ser, lentamente, fue envolviendo a este niño anhelado. El alma de María se apegó a la de su hijo Jesús.

Por esta causa, el Espíritu Santo intervino en este escenario inspirando a Simeón, un piadoso anciano que esperaba la venida del Mesías. Éste, al momento de la presentación del niño en el templo, bendijo a la madre, diciendo: “He aquí, este está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma) ...”, Lc. 2:34, 35).

Esta expresión “una espada traspasará tu misma alma”, un tanto incomprensible en esos momentos para María, es una palabra para todos los padres, y, especialmente, para toda madre. Los afectos del alma pueden llegar a ser verdaderamente engañosos, y, por ende, obstaculizar los propósitos divinos. El alma de María debía ser tratada para no estorbar el propósito supremo. Por esta causa, la palabra penetra como una espada en la misma vida del alma (Heb. 4: 12 ), terminando con el poder de la vida natural, para que a partir de entonces andemos exclusivamente por el poder de Dios.

El alma siempre buscará lo suyo en los hijos y no lo que es de Cristo. El sentimiento de una madre siempre querrá que su hijo no vaya a la cruz, y exigirá su derecho a ser escuchado –así como María (Mt. 12:46)–, y hasta obedecido en sus deseos. Usará todo lo que tenga a su mano para evitar que su hijo “muera”. por eso debe ser tratada por la palabra, que siempre nos llevará a la cruz. La palabra como espada de dos filos penetrará cortando, desmenuzando y quebrantando hasta que no quede nada de la vida natural.

La operación de la cruz

sin embargo, debemos resaltar que Dios no busca la aniquilación del alma. De ahí que las emociones, la mente y la voluntad del alma no queden extinguidas al pasar por la palabra de la cruz. Más bien renuncian a su vida natural en la muerte del Señor, para pasar a una vida de resurrección.
Las emociones, antes de ser tratadas por la cruz, están muy proclives a seguir su propio capricho, y por esto, fallan frecuentemente en ser instrumentos del Espíritu – por cuyo intermedio se exprese la voluntad de Dios. Pero, una vez que ha sido tratada por la espada de Dios, éstas quedan capacitadas para servir como medios de expresión del Espíritu de modo que el hombre interior puede manifestar emotivamente Su vida. Observemos el ejemplo de María, cuando exalta al Señor diciendo: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se ha regocijado en Dios mi Salvador” (Lc. 1:46). Pero fijemos nuestra atención en el tiempo de los verbos: el espíritu, en tiempo pasado, se ha regocijado (saltó de júbilo) 2 , y, a continuación, el alma, en tiempo presente, se une al espíritu engrandeciendo a su Señor.

La palabra de la Cruz opera gradualmente, en la medida que cada hijo de Dios profundiza voluntariamente en la intimidad con Cristo y va siendo liberado de sí mismo para expresar la voluntad divina.

Por esto, Dios intervino en la vida de María, y lo hará en toda hija del Señor que ha dado a luz, operando en lo profundo de sus emociones y sentimientos a fin de que se cumplan los designios de Dios para cada hijo que ha nacido.

Sólo así una madre podrá expresar verdaderamente el sentir de Dios, ya no más apegando su alma a la de su hijo, sino, permitiendo que ésta sea un instrumento para manifestar el deseo divino.

La vida espiritual no niega los afectos

por otra parte, muchos cristianos, al entender que ya no deben vivir por sus sentimientos y por los afectos del alma, se han vuelto insensibles en su caminar, no sólo en su relación con el Señor, sino también en sus relaciones sociales. Francamente, han hecho de la vida espiritual una negación de los afectos. Aquí los perjudicados son los hijos, que viven en un ambiente reprimido, controlado y legalista. Esto ha sido mal entendido. El espíritu necesita de los afectos del alma para expresarse. El hombre espiritual es la persona más sensible, tierna, amante, dadivosa y misericordiosa. De modo que una madre, habiendo sido tratada por el Señor, tiene la capacidad de expresar el anhelo divino con toda la gama de afectos que existe hacia sus hijos.

La escena de María junto a la Cruz, nos habla de una mujer que, tratada en los afectos del alma, allí, junto a su Hijo ensangrentado, atiende a la voz de su Señor. Tan profundo fue el trato de Dios con María, que ella separó los afectos de una madre para recibir a ese mismo hijo como su bendito Señor.
Una espada traspasará tu alma. Una espada que creará un cauce para el Espíritu; separará lo propio de la vida del alma y lo que es del Espíritu Santo, discerniendo los pensamientos y las intenciones del corazón, para dejarlos desnudos y abiertos a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta.